La verdad, en el fondo, y qué tiene de malo reconocerlo, es que una
verdaderamente se emociona.
Es cierto que cuando comienzan las asambleas, la gente no termina nunca de
acomodarse, charla de cualquier cosa, y después se arma una lista con
chiquicientos oradores que -conjetura bien- van a repetir argumentos más o
menos similares, a ella comienza a darle vueltas en la cabeza el tiempo que sus
hijos van a estar solos, de frente a alguna estúpida serie de la televisión,
esperando una cena que vaya a saber uno cuándo van a estar lista. Esa culpa.
Es cierto que los descuentos pesan, y mucho, porque ¿a quién le sobra un
mango en estos días?
Es cierto también que las movilizaciones parecen no empezar nunca: siempre
algo y/o alguien falta. Y después se
hacen de chicle, se extienden con la convocatoria a nuevas tareas y discusiones
que siempre comienzan con alguien que se acerca y consulta ¿a ustedes qué les
parece…? y de allí a la eternidad.
Pero ahora está parada ahí, con los otros, ella en el medio, lista para la
foto que unos segundos más tarde va a circular por la lista de correos
electrónicos y los muros de Facebook, para que cuando dentro de un rato se
cruce con alguno la mire sonriente, la señale con el dedo y le diga: te vi, te reconocí… La bandera que se arruga entre sus manos dice
“Maestros de pie”. Y ella está orgullosa, emocionada, qué se le va a hacer.
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