En
teoría esta iba a ser la segunda semana de clases en el campus de la
Universidad Long Island, en la ciudad de Brooklyn. Pero no. Las autoridades de
buenas a primeras decidieron impedir el ingreso al campus a los cuatrocientos
miembros del sindicato de docentes. Los trabajadores de la educación estaban
contratados y el vencimiento de sus contratos fue el 31 de agosto, y se esperaba
que, como siempre, se diera continuidad a la relación laboral en las
condiciones de antaño. Pero no.
El
nuevo contrato propuesto reducía el pago de los profesores auxiliares, mientras
que los docentes de planta recibirían salarios más bajos que los que ganan sus
colegas en un campus satélite.
Frente
a la protesta, la institución decidió la suspensión indefinida; congeló sus cuentas
de correo electrónico y los seguros de salud de los profesores y les informó
que serían reemplazados. Por otra parte, aseguraron a los alumnos que la
tajante decisión no afectaría el inicio del ciclo lectivo. Pero no.
Desde
que empezó el semestre, las clases estuvieron a cargo de suplentes de último
momento, a muchos de los cuales se les
asignaron materias para las cuales no tienen la debida capacidad y experiencia.
Es decir que, finalmente, los estudiantes resultaron tan víctimas de la
precarización como sus maestros.
Impulsados
por el grupo universitario Activistas
por la justicia social cientos de estudiantes que abandonaron las clases para
sumarse a la protesta colectiva.
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