(Por Álvaro Ramis. Punto Final, Santiago de
Chile, número 843, viernes 18 de diciembre de 2015)- La maraña de engaños,
ineptitud e intrigas que ha rodeado el rechazo a la glosa presupuestaria para
la gratuidad en educación superior pide analizar el suceso como una obra
teatral.
Una tragicomedia del absurdo,
donde la trama no sólo careció de sentido, los diálogos fueron falsos y no
existió una mínima secuencia narrativa. La incoherencia de la obra entraña una
tragedia profunda, que se expresa en que todo un pueblo ha sido capturado por
una minoría de fanáticos clepto-capitalistas que le impiden salir de la jaula
de hierro institucional en la que le han secuestrado.
La obra se estrenó en un peculiar
escenario: una cárcel virtual, sin barrotes visibles. Al inicio parecía que los
actores vivían en el reino de la libertad absoluta. Podían gritar, hacer largas
marchas para exigir los derechos que consideraban justos. Incluso se dieron el
lujo de escoger un gobierno que declaró “escuchar” sus demandas. Y este
gobierno además tenía (en teoría) la mayoría parlamentaria para alcanzar estos
objetivos. La tragedia se desató porque esta escenografía escondía una trama.
En realidad los protagonistas no podían escapar a los límites que les habían
fijado sus captores, en una cárcel constitucional en cuya cima se ubicaba un
antidemocrático tribunal de censores que decidían en última instancia lo que se
podía tolerar en este peculiar territorio.
Presentemos a los protagonistas:
primero al movimiento estudiantil. Luego de décadas de lucha, las grandes
manifestaciones de 2011 se sintetizaron en los principios de educación pública,
gratuita, laica y de calidad. Esto supondría una transformación de aspectos
basales del modelo económico y jurídico. No era posible resolver la gratuidad
por medio de una glosa presupuestaria o de una “ley corta” dentro de la
racionalidad vigente. Se necesitaría una Ley General de Educación Superior que
rediseñara las bases de las actuales universidades y centros de formación
técnica. Pero esa nueva ley no cabría en la racionalidad de la actual
Constitución. De allí que la principal consigna de los estudiantes en 2015 fue
discutir los objetivos estratégicos de la reforma, impidiendo su
empantanamiento en mecanismos inmediatistas y electoreros, sin atender a la
naturaleza político-estratégica de la discusión.
La demanda por gratuidad había
cambiado el eje del debate, desde el financiamiento de “individuos meritorios”,
que acceden a unas instituciones universitarias desreguladas y que compiten por
captar sus matrículas, a concebir la educación como un bien público, por lo
cual lo que se debe financiar es a algunas instituciones que provean este
servicio. Los méritos a cumplir deberían recaer en las instituciones. Las
universidades (o CFT) que recibieran el financiamiento deberían cumplir
estándares mínimos de calidad, justicia, derechos humanos, democracia,
pluralismo, pertinencia social y productiva, etc.
El segundo actor en escena eran
los intereses económicos y políticos que se enfrentaron a este programa. Se
oponen porque el modelo les ha permitido hacer de la educación superior un
negocio de altísima rentabilidad. Chile es el cuarto país más caro en el mundo
en estudios universitarios, con aranceles que equivalen al 73% del salario
promedio(1). Y a la vez este extraordinario negocio les ofrece una fuente casi
ilimitada de reproducción de su poder simbólico, político y cultural. De allí
que el único objetivo de este actor sea mantener el statu quo ,
porque sus condiciones ya no pueden ser mejores. Han llegado a su “óptimo de
Pareto”, político y económico, porque ya no pueden lograr nuevas mejoras para
sus intereses. A tal desfachatez llegó su actitud que el rector de la Universidad San
Sebastián, Hugo Lavados (DC), señaló que “si las universidades lucran es por
incapacidad fiscalizadora del Estado”. En palabras simples, su argumento era
“si no me fiscalizan lucraré descaradamente”.
El tercer actor en escena es un
gobierno que nunca hubiera llegado al poder si no hubiera ofrecido un programa
de reformas que se hacía cargo de las demandas del movimiento estudiantil. En
su famoso discurso inaugural en la comuna de El Bosque, Michelle Bachelet
partió diciendo: “Sabemos que hay un malestar ciudadano bastante transversal.
Lo hemos visto en los estudiantes, en su movilización por una educación
gratuita y de calidad. Lo hemos visto también en una clase media que se siente
excluida y desprotegida”(2). Pero Bachelet no contaba con una “mayoría
efectiva” para llevarlo a cabo, ya que una parte de sus propios parlamentarios
y líderes de importantes partidos oficialistas (Ignacio Walker y la DC como gran cabecilla) se
beneficiaban del “optimo paretiano” de los empresarios del rubro. Tienen
intereses económicos y políticos directos en el negociado. Por lo cual la
“Nueva Mayoría” que debía asumir este programa no era tal. Era una “Mayoría” de
cartón piedra, viciada por el cinismo de quienes firmaron un programa de
reformas para acceder al poder y lo abandonaron al instante de ejecutarlo.
¿Cómo responder al programa
ofrecido si una parte poderosa y gravitante de la coalición trabaja activamente
en contra de este mismo proyecto? El Ministerio de Educación tenía dos
opciones: avanzar con los cambios en conjunto con los movimientos sociales,
generando un debate transparente, consensuando los contenidos e itinerarios
legislativos con la ciudadanía. Y la otra, que asumió, entrar en una
interminable cocina política para satisfacer a la derecha y a los neomayoristas
contrarios al programa de su propio gobierno. La propuesta de gratuidad
universitaria se enclaustró en los laboratorios tecnocráticos, despolitizando y
desmovilizando el debate, para terminar en una “glosa presupuestaria” destinada
a cubrir el año 2016. Nunca se debatieron los criterios que debían cumplir las
universidades que accedieran a la gratuidad, y nunca se vinculó la reforma a la
educación superior al proceso constituyente, algo evidente en tanto la Constitución y su
entramado jurídico genera el cerco final y definitivo a los cambios.
El cuarto actor son las
autoridades de las universidades públicas. A ellas se les debe reconocer que
fueron más allá del cortoplacismo del Ministerio de Educación. Aldo Valle, del
Consorcio de Universidades del Estado (Cuech), no dejó de repetirle al
gobierno: “Si con la gratuidad se prefieren intereses electorales, el Cruch
(Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas) se opondrá” ya que “no
queremos un populismo de mercado, sino una reforma sustantiva en educación”. De
igual forma el rector de la
Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, se preguntó luego del
fallo del Tribunal Constitucional: “¿Están defendiendo a los
jóvenes pobres o están defendiendo los intereses de las empresas que hay detrás
de universidades privadas?".
Lo que este actor no hizo fue ir
más allá de las palabras. N inguna universidad hizo público el costo real de
sus aranceles, criterio exigible para acceder a gratuidad. ¿Cuánto vale
efectivamente una carrera universitaria? Tampoco lograron proponer un conjunto
de criterios mínimos que deberían cumplir las futuras universidades gratuitas.
No basta ser una universidad de propiedad estatal para garantizar los
estándares. Hay mucho que mejorar en nuestras universidades públicas y no
reconocerlo no ayuda a fortalecer el proceso de cambios. Tampoco estuvo clara
su política de alianzas. Las universidades estatales aparecieron alineadas con
el Consejo de Rectores. Pero cabe preguntar, ¿qué universidad cumple en mejor
medida los estándares de una “universidad pública” para ser financiada por el
Estado? ¿Una Universidad Católica que no permite la participación efectiva de
sus propios académicos en la generación de sus autoridades y despide por
“delitos de opinión”, o una universidad privada, nueva, pero que no discrimina
por razones confesionales o ideológicas, que garantiza participación
triestamental, y que garantiza la reinversión del 100% de sus utilidades en su
misión institucional? Ha llegado el momento de superar la pertenencia al
Consejo de Rectores y la línea entre universidades “tradicionales” y
“privadas”. La Confech (Confederacón de Estudiantes Universitarios de Chile) ya ha dado por muerta esta división. El campo en disputa se estableció ahora
entre las universidades que desean responder a altos estándares públicos, de
pluralismo y calidad (aunque no sean de propiedad estatal) y universidades que
privilegian criterios diferentes, y que deberían autofinanciarse.
Ha quedado claro que la gratuidad
es sólo una dimensión de la reforma necesaria. Se deben crear Centros de
Formación Técnica (CFT) gratuitos, con los mismos criterios que en las
universidades públicas. Se debe entender que la educación, como derecho social,
debe empezar desde el nivel preescolar. Y establecida la gratuidad, se debe
complementar con sistemas de apoyo a estudiantes con menos recursos, con otro
sistema de ingreso a la
Universidad y en general, con un inmenso fortalecimiento a la
educación pública, con una agenda de cambios que supere la lucha estudiantil y
docente y se entienda como una causa política general, una causa constituyente.
Notas:
(1) Datos de Fundación SOL.
(2) Discurso del 27 de marzo
de 2013.
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