miércoles, 23 de diciembre de 2015

La tragicomedia de la gratuidad en educación superior: engaños, ineptitud e intrigas en Chile

 (Por Álvaro Ramis. Punto Final, Santiago de Chile, número 843, viernes 18 de diciembre de 2015)- La maraña de engaños, ineptitud e intrigas que ha rodeado el rechazo a la glosa presupuestaria para la gratuidad en educación superior pide analizar el suceso como una obra teatral.

Una tragicomedia del absurdo, donde la trama no sólo careció de sentido, los diálogos fueron falsos y no existió una mínima secuencia narrativa. La incoherencia de la obra entraña una tragedia profunda, que se expresa en que todo un pueblo ha sido capturado por una minoría de fanáticos clepto-capitalistas que le impiden salir de la jaula de hierro institucional en la que le han secuestrado.

La obra se estrenó en un peculiar escenario: una cárcel virtual, sin barrotes visibles. Al inicio parecía que los actores vivían en el reino de la libertad absoluta. Podían gritar, hacer largas marchas para exigir los derechos que consideraban justos. Incluso se dieron el lujo de escoger un gobierno que declaró “escuchar” sus demandas. Y este gobierno además tenía (en teoría) la mayoría parlamentaria para alcanzar estos objetivos. La tragedia se desató porque esta escenografía escondía una trama. En realidad los protagonistas no podían escapar a los límites que les habían fijado sus captores, en una cárcel constitucional en cuya cima se ubicaba un antidemocrático tribunal de censores que decidían en última instancia lo que se podía tolerar en este peculiar territorio.

Presentemos a los protagonistas: primero al movimiento estudiantil. Luego de décadas de lucha, las grandes manifestaciones de 2011 se sintetizaron en los principios de educación pública, gratuita, laica y de calidad. Esto supondría una transformación de aspectos basales del modelo económico y jurídico. No era posible resolver la gratuidad por medio de una glosa presupuestaria o de una “ley corta” dentro de la racionalidad vigente. Se necesitaría una Ley General de Educación Superior que rediseñara las bases de las actuales universidades y centros de formación técnica. Pero esa nueva ley no cabría en la racionalidad de la actual Constitución. De allí que la principal consigna de los estudiantes en 2015 fue discutir los objetivos estratégicos de la reforma, impidiendo su empantanamiento en mecanismos inmediatistas y electoreros, sin atender a la naturaleza político-estratégica de la discusión.

La demanda por gratuidad había cambiado el eje del debate, desde el financiamiento de “individuos meritorios”, que acceden a unas instituciones universitarias desreguladas y que compiten por captar sus matrículas, a concebir la educación como un bien público, por lo cual lo que se debe financiar es a algunas instituciones que provean este servicio. Los méritos a cumplir deberían recaer en las instituciones. Las universidades (o CFT) que recibieran el financiamiento deberían cumplir estándares mínimos de calidad, justicia, derechos humanos, democracia, pluralismo, pertinencia social y productiva, etc.

El segundo actor en escena eran los intereses económicos y políticos que se enfrentaron a este programa. Se oponen porque el modelo les ha permitido hacer de la educación superior un negocio de altísima rentabilidad. Chile es el cuarto país más caro en el mundo en estudios universitarios, con aranceles que equivalen al 73% del salario promedio(1). Y a la vez este extraordinario negocio les ofrece una fuente casi ilimitada de reproducción de su poder simbólico, político y cultural. De allí que el único objetivo de este actor sea mantener el statu quo , porque sus condiciones ya no pueden ser mejores. Han llegado a su “óptimo de Pareto”, político y económico, porque ya no pueden lograr nuevas mejoras para sus intereses. A tal desfachatez llegó su actitud que el rector de la Universidad San Sebastián, Hugo Lavados (DC), señaló que “si las universidades lucran es por incapacidad fiscalizadora del Estado”. En palabras simples, su argumento era “si no me fiscalizan lucraré descaradamente”.

El tercer actor en escena es un gobierno que nunca hubiera llegado al poder si no hubiera ofrecido un programa de reformas que se hacía cargo de las demandas del movimiento estudiantil. En su famoso discurso inaugural en la comuna de El Bosque, Michelle Bachelet partió diciendo: “Sabemos que hay un malestar ciudadano bastante transversal. Lo hemos visto en los estudiantes, en su movilización por una educación gratuita y de calidad. Lo hemos visto también en una clase media que se siente excluida y desprotegida”(2). Pero Bachelet no contaba con una “mayoría efectiva” para llevarlo a cabo, ya que una parte de sus propios parlamentarios y líderes de importantes partidos oficialistas (Ignacio Walker y la DC como gran cabecilla) se beneficiaban del “optimo paretiano” de los empresarios del rubro. Tienen intereses económicos y políticos directos en el negociado. Por lo cual la “Nueva Mayoría” que debía asumir este programa no era tal. Era una “Mayoría” de cartón piedra, viciada por el cinismo de quienes firmaron un programa de reformas para acceder al poder y lo abandonaron al instante de ejecutarlo.

¿Cómo responder al programa ofrecido si una parte poderosa y gravitante de la coalición trabaja activamente en contra de este mismo proyecto? El Ministerio de Educación tenía dos opciones: avanzar con los cambios en conjunto con los movimientos sociales, generando un debate transparente, consensuando los contenidos e itinerarios legislativos con la ciudadanía. Y la otra, que asumió, entrar en una interminable cocina política para satisfacer a la derecha y a los neomayoristas contrarios al programa de su propio gobierno. La propuesta de gratuidad universitaria se enclaustró en los laboratorios tecnocráticos, despolitizando y desmovilizando el debate, para terminar en una “glosa presupuestaria” destinada a cubrir el año 2016. Nunca se debatieron los criterios que debían cumplir las universidades que accedieran a la gratuidad, y nunca se vinculó la reforma a la educación superior al proceso constituyente, algo evidente en tanto la Constitución y su entramado jurídico genera el cerco final y definitivo a los cambios.

El cuarto actor son las autoridades de las universidades públicas. A ellas se les debe reconocer que fueron más allá del cortoplacismo del Ministerio de Educación. Aldo Valle, del Consorcio de Universidades del Estado (Cuech), no dejó de repetirle al gobierno: “Si con la gratuidad se prefieren intereses electorales, el Cruch (Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas) se opondrá” ya que “no queremos un populismo de mercado, sino una reforma sustantiva en educación”. De igual forma el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, se preguntó luego del fallo del Tribunal Constitucional: “¿Están defendiendo a los jóvenes pobres o están defendiendo los intereses de las empresas que hay detrás de universidades privadas?".
Lo que este actor no hizo fue ir más allá de las palabras. N inguna universidad hizo público el costo real de sus aranceles, criterio exigible para acceder a gratuidad. ¿Cuánto vale efectivamente una carrera universitaria? Tampoco lograron proponer un conjunto de criterios mínimos que deberían cumplir las futuras universidades gratuitas. No basta ser una universidad de propiedad estatal para garantizar los estándares. Hay mucho que mejorar en nuestras universidades públicas y no reconocerlo no ayuda a fortalecer el proceso de cambios. Tampoco estuvo clara su política de alianzas. Las universidades estatales aparecieron alineadas con el Consejo de Rectores. Pero cabe preguntar, ¿qué universidad cumple en mejor medida los estándares de una “universidad pública” para ser financiada por el Estado? ¿Una Universidad Católica que no permite la participación efectiva de sus propios académicos en la generación de sus autoridades y despide por “delitos de opinión”, o una universidad privada, nueva, pero que no discrimina por razones confesionales o ideológicas, que garantiza participación triestamental, y que garantiza la reinversión del 100% de sus utilidades en su misión institucional? Ha llegado el momento de superar la pertenencia al Consejo de Rectores y la línea entre universidades “tradicionales” y “privadas”. La Confech (Confederacón de Estudiantes Universitarios de Chile) ya ha dado por muerta esta división. El campo en disputa se estableció ahora entre las universidades que desean responder a altos estándares públicos, de pluralismo y calidad (aunque no sean de propiedad estatal) y universidades que privilegian criterios diferentes, y que deberían autofinanciarse.

Ha quedado claro que la gratuidad es sólo una dimensión de la reforma necesaria. Se deben crear Centros de Formación Técnica (CFT) gratuitos, con los mismos criterios que en las universidades públicas. Se debe entender que la educación, como derecho social, debe empezar desde el nivel preescolar. Y establecida la gratuidad, se debe complementar con sistemas de apoyo a estudiantes con menos recursos, con otro sistema de ingreso a la Universidad y en general, con un inmenso fortalecimiento a la educación pública, con una agenda de cambios que supere la lucha estudiantil y docente y se entienda como una causa política general, una causa constituyente. 

Notas:

(1) Datos de Fundación SOL.

(2) Discurso del 27 de marzo de 2013.


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