sábado, 13 de junio de 2015

El lazo blanco

“Ante los reiterados casos de violencia que sufren los trabajadores de la educación se decide utilizar un lazo blanco en rechazo a estos actos violentos. Por cada docente agredido habrá una escuela cerrada”, dice uno de los párrafos el volante amarillento que el delegado sindical pegó hace ya casi un año en el pizarrón de la sala de los maestros. Lo debe haber leído mil veces, pero siempre desde lejos, como quien mira por el noticiero de la televisión una catástrofe ocurrida en algún país lejano. Un tsunami en Indonesia o un descarrilamiento de trenes en Siberia, algo así. O peor: un declaración que tiene el mismo atractivo de todo lo políticamente correcto.

Nunca sus pensamientos rozaron siquiera la posibilidad de que pudieran describir una experiencia cercana, y mucho menos autobiográfica. Pero así fue, acaba de suceder, y las orejas enrojecidas todavía la zumban.

Quienes de inmediato lo ayudaron a reconstruir la historia dicen que el padre de Martínez, Enrique, alumno de sexto grado, entró a la escuela embalado en medio del recreo y sin que nadie dijera ni pío frente a su avance; lo buscó con la mirada, lo encontró en el patio y, sin mediar palabra, le tiró un piña de atrás. En medio de alboroto y gritos el hombre enojado se fue del mismo modo que había llegado. Él estaba charlando con otra maestra, y alcanzó a ver como el rostro de la mujer cambiaba intuyendo que algo malo se venía, como una nube oscura que augura la tormenta inminente; ella medio lo tomó de un brazo y los reflejos hicieron el resto.

Menos mal que alcance a agacharme -evalúa al tiempo que da excesivas vueltas con la cuchara nerviosa para que el azúcar se disuelva bien en el fondo de la taza y el té con leche-, si no me arranca la cabeza.

Mientras se calma piensa que pronto llegará el turno de lo más difícil. Primero, entender por qué pasó lo que pasó, y segundo, qué hacer de ahora en más.


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