domingo, 26 de abril de 2015

Morosa

Alza el cuerpo de la silla, toma la tiza y  va a corregir en el pizarrón algunos errores en la exposición que ya casi termina,  justo cuando se abre la puerta y entra el preceptor con las planillas impresas en la mano. De pronto se acuerda de que sobre el fin de este semana indefectiblemente tiene que entregar las notas de mitad de trimestre. Son calificaciones “orientadoras”, así las llaman, pero no por eso evitan cumplir los mismos requerimientos institucionales de las otras notas, las que finalmente quedarán depositadas en el boletín de calificaciones.

Hace la cuenta mentalmente: cuatro cursos a un promedio de veinticinco cada uno da exactas cien notas, que quisiera no dejar en manos del azar o de una lapicera excesivamente generosa. En fin, se verá. Lo que se guarda para sí es que ya está decidida a hacerle la tonta, y recurrir al viejo truco de su mala memoria para cancelar su deuda burocrática el lunes.

El auxiliar docente entra corriendo, deja los papeles sobre su pupitre, y corriendo sale entre la risa general mientras alza la mano como quien dice chau. Por lo menos, piensa resignada, tiene la cortesía de no insistir en lo que ya le ha repetido unas cuantas veces: que el viernes es el último día y que ella es una de las pocas que no le entregó. De golpe siente lo mismo que cuando su marido quedó sin laburo y se les acumularon impagas las cuotas del termotanque.



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