miércoles, 16 de marzo de 2011

El balde de la barbarie

La tercera fue la vencida. Desde entonces se negó a seguir comprando el fueye de goma que comunica y lleva el agua del caño al inodoro. Así que, dándole vuelta la cara al galope cada vez más veloz del siglo veintiuno y las nuevas tecnologías, se condenó a volver al balde.
El primer intento se inició con la visita a la ferretería y la compra de tres cilíndricos y cortos acordeones de goma de los cuales dos se partieron el intentar su colocación y el tercero tuvo una vida útil de una semana antes de empezar a gotear malamente.
El segundo fue con un artefacto de forma similar pero de un material más cercano al plástico que le recomendaron guiñando un ojo y que resultó de imposible colocación. Sucumbió el pobre en un vuelo final a través de la ventana que da al vacío.
El tercer esfuerzo provocó lastimaduras múltiples en varios dedos y el convencimiento de que la costosa tarea poco valía la pena si la pérdida iba a reaparecer unos días más tarde como una condena ineluctable. No podía pagar un plomero, claro, aunque hasta le daba a vergüenza la idea de convocar a un “especialista” para tarea tal.
Así que cortó por lo sano y chau pinela: el balde. Un año más tarde, que el uso del recipiente de plástico azul y manija negra se le hubiera vuelto tan natural comenzó a producirle cierto escozor. Lo descubrió una noche mientras tomaba mate viendo el televisor. Así que, resignado, aprovechó una visita del plomero al edificio para, como quien no quiere la cosa y sacrificando algún ahorro, pedirle que pusiera a punto un par de canillas y la descarga del depósito de agua.
Ese fin de semana su hijo, después de disfrutar de una meada interminable y de constatar asombrado que el botón había resucitado en su funcionamiento, se subió el cierre y lo abrazó mientras gritaba contento: “¡Viejo, al fin te llegó la civilización…!”.


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